LA MALDICIÓN DE TUTANKAMON

Howard Carter había buscado, desde su llegada a Egipto, algo que le diera riqueza y fama. Ya desesperaba hacer algo valioso en su vida cuando conoció a Lord Carnarvon. Penso entonces con su colega inglés dedicarse a la egiptología. Se ocupó entonces Carnarvon de financiar una operación dirigida por Carter. Se trataba nada menos que de descubrir la tumba del faraón Tutankamon, que se suponía seguía intacta. Trabajaron tanto Carter como sus ayudantes y una brigada de obreros en el Valle de los Reyes, durante largo tiempo, mientras el patrocinador iba y venía de Inglaterra para no descuidar los negocios en Londres, hasta que sucedió algo de gran importancia. Después de atravesar una primera puerta sellada, los egiptólogos tropezaron con una segunda que tenía los sellos intactos, con el nombre de Tutankamon. Al cabo de varios días de cuidadosa labor, Carter encontró la antecámara y procedió a abrirla. Entre todos los objetos hallados hubo uno que Carter quiso mantener en absoluto silencio. No porque los egiptólogos fuesen a asustarse, porque no eran supersticiosos, sino para impedir que se atemorizasen los obreros egipcios y abandonasen el lugar. Era una tablilla de arcilla, de aspecto insignificante, que decía “La muerte abatirá sus alas sobre aquél que interrumpa el sueño del faraón”. El día 23 de febrero de 1923 eran veinte personas las que aguardaban con emoción el momento de abrir un orificio en el muro y conocer el interior de la cámara. Estaban Lord Carnarvon y su hija; Howard Carter; el ministro de Obras Públicas de Egipto; el Director General de Administración de Antigüedades; Sir William Garstin; Sir Charles Trust; la señora Lythgoe; el arqueólogo norteamericano Henry Breasted; el secretario de Carter; monsieur Engelbach, inspector general de la Administración de Antigüedades; tres inspectores egipcios de la misma Administración; un representante de la prensa oficial y los obreros de excavación. Eran las dos de la tarde cuando apareció en el interior de la cámara el fabuloso sarcófago de oro macizo de Tutankamon, además de tesoros de valor incalculable. También encontraron Carter y sus colaboradores una figura mágica en cuyo dorso estaba grabado el siguiente texto: “Soy aquél que ahuyenta a los ladrones de tumbas, el que protege a Tutankamon”. Los cultos europeos darían la espalda a las tontas supersticiones ignorando que la maldición faraónica no tardaría en cumplirse. La maldición cobra sus víctimas Lord Carnarvon jamás regresó a su patria. Sufrió de fuertes escalofríos, fiebre y sufría una ligera intoxicación de sangre. Murió el 5 de abril a los 57 años; misteriosamente se produjo un apagón de luz sin explicación técnica, al momento de su muerte. Los médicos egipcios e ingleses que atendieron al infortunado aristócrata atribuyeron la enfermedad y muerte de Carnarvon a la picadura de un insecto infectada. El calor de Egipto y la falta de higiene del campamento en el Valle de los Reyes se habrían combinado para causar una septicemia o infección generalizada. Carnarvon fue picado en la mejilla izquierda y, cuando se retiraron las vendas a la momia de Tutankamon, se descubrió que el joven rey tenía una marca exactamente en el mismo lugar… La siguiente víctima fue el arqueólogo norteamericano Arthur Mace, quien ayudó a Howard Carter a horadar el muro de la cámara funeraria y que, aunque no entró con la selecta comitiva, pudo hacerlo con mayor comodidad más tarde. Comenzó a quejarse de una sensación de fatiga y de un fuerte dolor en el pecho, perdió el conocimiento y murió sin recuperarlo. La muerte de Carnarvon llegó a los oídos de su amigo George Jay Gould, magnate ferrocarrilero que vivía en Estados Unidos, quien quiso conocer la tumba que algunos llamaban asesina; murió al día siguiente con fiebre muy alta. Algo por el estilo le sucedió al industrial sudafricano Joel Woolf, quien tuvo el valor de demostrar que no le temía a los faraones. Entró a la tumba y de regreso a Londres, enfermó en el barco y murió sin llegar a Inglaterra. En 1924 le tocó el turno a Archibald Douglas Reed, técnico radiólogo, a quien su trabajo obligó a estar en íntimo contacto con la momia del faraón. Durante los siguientes cuatro años, el número de víctimas alcanzó el número de veintidós de las cuales trece habían estado presente en el momento de ser abierta la cámara real o penetraron en ella más tarde. Para 1936, 33 personas vinculadas directa o indirectamente con el descubrimiento de la tumba de Tutankamon habían muerto trágicamente. Sólo Howard Carter permaneció indemne y murió de causas naturales en 1939… pero no sin antes ser testigo de una escena aterradora. Sintiéndose muy solitario y cansado, había instalado en la tumba – donde trabajó diariamente durante 16 años – una jaulita con un canario, cuyo canto ponía algo de alegría en el sombrío ambiente. Una tarde notó que el canto se interrumpía bruscamente y, al levantar la vista, vio una cobra (la serpiente guardiana de los faraones y encarnación de la diosa Edjo) devorando a su infortunada mascota… Sigue el terror Treinta años más tarde, el Director de Antigüedades de Egipto, Dr. Mohammed Ibrahim, firmó un documento decididamente polémico: la autorización para que los tesoros de la tumba de Tutankamon fueran trasladados a París, donde serían exhibidos. Desde el momento en que Egipto se había independizado de Inglaterra, el gobierno había establecido un férreo control sobre las excavaciones arqueológicas y controlaba cuidadosamente que los tesoros desenterrados por equipos extranjeros no fueran retirados del país, un tardío pero bienintencionado intento de detener la depredación que condujo a buena parte de los tesoros egipcios a los museos de Europa y los Estados Unidos. El viaje de los tesoros de Tutankamon era de por sí un tema polémico. Al concluir su jornada laboral, Mohammed Ibrahim salió de su oficina en el Museo de El Cairo y al cruzar la calle fue atropellado por un camión. Murió instantáneamente. Tres años después, Richard Adamson, único sobreviviente de la expedición de Carter y Carnarvon, declaró durante un reportaje que “la maldición de la momia” no era sino “superchería barata”. Su esposa murió al día siguiente, dando pié a toda clase de especulaciones. Tiempo más tarde, Adamson volvió a negar la existencia de una maldición y su hijo padeció un grave accidente, sufriendo fractura de columna. El arqueólogo se negó hasta el día de su muerte a volver a hablar del tema. Ken Parkinson, ingeniero de vuelo del avión que traslado los tesoros de Tutankamon a París, tuvo un grave ataque cardíaco al cumplirse el aniversario del viaje. Sobrevivió pero, a partir de entonces, volvió a sufrir un infarto cada año en la misma fecha. En 1978, su corazón debilitado por 11 crisis sucesivas se detuvo para siempre. Era, claro, el día del aniversario del viaje… Dos años antes, otro ataque cardíaco se había llevado a Rick Laurie, piloto de la misma nave en el fatídico viaje a París. Otros miembros de la tripulación sufrieron accidentes, enfermedades y ataques cardíacos. En 1992, se produjeron nuevas catástrofes – aunque de menor escala – asociadas con la maldición de Tutankamon. Un equipo de la BBC de Londres realizó un documental en la tumba pero la filmación fue reiteradamente interrumpida porque las luces se quemaban y los fusibles saltaban una y otra vez, la última dejando al aterrado equipo en la más absoluta oscuridad. Al regresar al hotel, 2 de los integrantes casi pierden la vida cuando el ascensor en el que viajaban cayó 21 pisos. Los más audaces decidieron llevar a cabo un ritual destinado a aplacar a los muertos, pero al terminar fueron atrapados por una tormenta de arena y sufrieron lesiones oculares. Explicaciones Aunque no existe una explicación científica para las misteriosas muertes que azotaron a los relacionados con el descubrimiento de la tumba de Tutankamon. Hay quienes aseguran que si alguien guarda tanto oro y tesoros de gran valor, pondría una especie de trampa o alarma para protegerlos. Los sacerdotes debieron echar mano de toda clase de venenos animales y vegetales cuyo poder conocían a la perfección. Un profesor de medicina y biología de la Universidad de El Cairo, el Dr. Ezzedine Taha, convocó el 3 de noviembre de 1962 a un grupo de periodistas para decirles que había resuelto el enigma de la maldición faraónica. Había caído en la cuenta de que gran parte de los arqueólogos y empleados del Museo de El Cairo sufrían trastornos respiratorios ocasionales, acompañados de fiebre. Descubrió que las inflamaciones eran producidas por cierto virus llamado Aspergillus niger, que posee extraordinarias propiedades, como poder sobrevivir a las condiciones más adversas, durante siglos y hasta milenios, en el interior de las tumbas y en el cuerpo de los faraones momificados. Sin embargo poco después de hacer estas declaraciones el Dr. Ezzedine Taha moría en extrañas circunstancias en un accidente con su automóvil…